En 1962 caí en los brazos amorosos de Jorge. Éramos apenas dos chicos de 16 y 14 años que descubrieron en el umbral de la vida el amor trascendente que convirtió durante décadas una historia poco llamativa y profundamente intensa en esta familia maravillosa de hoy.
Entre los muchos atributos que ofrecía ese flaquito, algo triste, muy cálido caballero y “hombre de mundo” a mis 14 años, estaba la ignorada condición de ser judío. Era evidente que la ignorancia de ese factor pasaba más por él que por mí, porque en la mesa familiar de mis padres el judaísmo se trataba desde todas las perspectivas.
Desde lo político porque las noticias de la II Guerra seguían espeluznando al mundo y el nuevo Estado de Israel nos seducía con el ejemplo, hasta lo religioso ya que mi condición de alumna de colegio de monjas no prevenía a mi familia de admirar y poner en duda la figura de Jesús como Hijo de Dios.
Entonces mi admiración por el Pueblo Judío se empezó a dar justamente por Jesús.
Ese Jesús hombre que a través de su humanismo había recibido castigos inimaginables. El de la cruz sangrienta y la mirada de incomprensión en la lenta agonía de cuerpo y alma tratando de entender el mal enroscado en el alma de quienes lo perseguían por invocar el amor fraterno, la reafirmación de los
Preceptos, el retorno a la Ley del Sinaí. Y se me hizo carne ese dolor físico más allá del dolor físico.
Esa punzada aguda en la sensación de que el mensaje no podía ser para sus congéneres en esa época sino para los que lo escucharan en siglos muy posteriores.
Empecé a leer sobre judaísmo…y me enamoré nuevamente, esta vez de un Pueblo.
De un Pueblo que se ata a la realidad que le toca vivir con la intensidad de su cotidianidad pero que acarrea la libertad, la trascendencia, el respeto a la vida como estandartes genéticos. Una cadena en la que cada uno es un eslabón que conecta esa grandeza de los Patriarcas con el hoy de los que no pueden ser
iguales porque llevan la marca del Elegido.
Nos han tratado de enseñar el sonido intenso de la vida a pesar de la muerte, de la libertad a pesar de la esclavitud, de la pregunta a pesar de tener tantas respuestas.
Son capaces de re-hacerse, re-inventarse pero nunca de perder el sentido de su Pueblo y como viajeros cansados de pasear por otras culturas vuelven a la propia porque en ellas se encuentra la humanidad utópica hecha realidad. Regresa asombrado de la propia riqueza que se reconoce casi en silencio. Un silencio que estalla en asombro cuando un judío se encuentra a sí mismo.
Yo los quiero acompañar. Siguen siendo ajenos pese a mi profunda admiración porque se necesitan 3000 años de ADN compartido para saber el sentido de lo que significa el hombre libre con capacidad de preguntar, de dudar, de ser temerosos del Creador pero tratarlo con la familiaridad de siglos compartidos en los días del mundo.
Maestros, hermanos, líderes del mañana han sido perseguidos por ser los avanzados y celosos custodios de lo mejor de la humanidad.
Es un pueblo místico, caminando desde lo profundo de la historia hacía el futuro con ansiedad, temblor ante tanta responsabilidad, obligado por su escencia a dar testimonio. Queriendo esconderse detrás de la homogeneidad pero saltando al centro del escenario a través de su sed de valores.
¿Quién puede dudar de que son el Pueblo Elegido? La sola persistencia de las interminables persecuciones lo resalta. Pero hay una tesonera y audaz insistencia en su presencia ejemplar a través de los siglos.
Más allá de aprender, memorizar, priorizar la vida, respetar la naturaleza, cuestionar la realidad parece como si una ceguera masiva del resto de los mortales los inhibiera de reconocer que la historia del Pueblo del Libro es la historia de Occidente.
Mientras los griegos y romanos nos legaban su arte, filosofía, etc, los judíos habían desarrollado los Diez Mandamientos y los aplicaban en el día a día.
Tenían los Preceptos y habían establecido códigos que siguen siendo modernos en su visión de los Derechos Humanos y la ecología . Ya vivían de acuerdo a pautas de convivencia, tribunales, regímenes de siembra para dejar descansar la tierra, cultivaban la inteligencia en todos los niveles sociales (con un
concepto democrático absolutamente inimaginado para el resto de las sociedades de su época), al hacer estudiar la Toráh de memoria y aplicar métodos didácticos de preguntas y respuestas.
Obligaban a sus individuos a respetar las reglas de solidaridad pre-establecidas para que no se pudieran distraer del cuidado de los desposeídos, negaron la necesidad de sacrificios humanos, asombraban a los
antiguos romanos porque en las colonias judías de su Imperio, los ancianos, viudas y niños, eran protegidos por las familias (ellos, los “civilizados” romanos abandonaban a los bebes no queridos en las calles de sus ciudades para que murieran, los comieran los animales o los recogiera quien quisiera).
Ya y desde siempre férreas limitaciones impedían el endiosamiento de sus héroes haciendo que los mismos tuvieran defectos despreciables trenzados con sus virtudes de líderes o guerreros….
Y así han caminado la historia y lo seguirán haciendo porque desde su aparición han marcado la huella que no es una fotografía o una inspiración en un tiempo determinado: fue, es y será una constante evolución basada en valores y reglas superiores.
Observo a mis hijos y nietos buscando en ellos la riqueza de esa herencia. La capacidad de aplicar enseñanzas que trascienden al hombre común en su tiempo histórico. Es la ética de 3000 años adaptándose a nuevas sociedades con el sólido sostén del sentido común, potenciado por la intuición de que hay una
línea invisible en la búsqueda contínua de la superación, todo está dicho pero todo puede ser cuestionado porque cuestionar es aprender y aprehender, crecer, descubrir nuevos horizontes, compartír porque en los hombres está el sentido de la vida.
Porque no es la creencia en Dios . Es el trabajo cotidiano con el otro, amigo o no, que los hace superiores. Se beben la vida en una magnífica danza de sufrimiento y festejo porque van iluminados por la seguridad de su trascendencia. Y en ese baile con la realidad cada generación va encontrando los mismos valores con otro código pero siempre a favor de la humanidad.
Entonces vuelvo al comienzo. Jesús es una metáfora de su pueblo. Es el sufrimiento, la persecución, el testimonio, la incomprensión, la valentía, la entrega a valores profundos, el dolor en la duda de si su sacrificio valía la pena y el renacer con la fuerza de su judaísmo intacto.
(Enviado por Raul Reuben Vaic desde Israel)
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