La palabra "religión" tiene dos fuentes etimológicas posibles; en primer lugar, la que proviene de “religare” que significa “unir a”, vincularse, entrar en relación con lo que se considera como absoluto o esencial. Esta fuente responde al sentido habitual con que se vincula al término, que tomará cuerpo en un determinado número de ritos y de prácticas, que a su vez constituyen el aspecto formal que tomará esta relación. Existe además otra fuente: la de “religere”, que significa "volver a leer". Volver a leer un evento para tratar de extraer, de descubrir una significación. En este aspecto, una religión representa un esfuerzo realizado por
hombres y mujeres a fin de dar sentido a su sufrimiento, a su muerte, a su existencia.
La espiritualidad no depende de la experiencia religiosa; pertenece a todos los seres humanos. Es el patrimonio de lo humano. No en vano, Dostoievski decía que “Un hombre que no se inclina ante nada, jamás podrá soportar la carga de sí mismo”. Todo ser humano que va hacia la verdad de su ser, encuentra esta luz.
Espiritualidad y religión se complementan pero no se confunden. La primera existe desde que el ser humano irrumpió en la naturaleza, hace más de 200 mil años. Las religiones en cambio son recientes, no traspasan los 8 mil años de existencia. La religión, en cambio, es la institucionalización de la espiritualidad, así como la familia lo es del amor. Hay relaciones amorosas sin constituir familia; del mismo modo, hay quien cultiva su espiritualidad sin identificarse con ninguna religión. Hay incluso espiritualidad institucionalizada sin ser religión, como el caso del budismo, que es una filosofía de la vida.
Las religiones, en principio, debieran ser expresiones de espiritualidad, pero a menudo no es así. En general, la religión se presenta como un catálogo de reglas, creencias y prohibiciones, en tanto que la espiritualidad es libre y creativa. En la religión predomina la voz exterior, la de la autoridad religiosa; en la espiritualidad predomina la voz interior, el ‘toque’ divino.
La religión es una institución, la espiritualidad una vivencia. En la religión hay lucha de poder, jerarquía, excomuniones y acusaciones de herejía. En la espiritualidad predominan la disposición del servicio, la tolerancia con la creencia (o increencia) ajena, la sabiduría de no transformar al diferente en divergente. La religión culpabiliza; la espiritualidad induce a aprender del error. La religión amenaza, la espiritualidad estimula. La religión refuerza el miedo, la espiritualidad la confianza. La religión ofrece respuestas; la espiritualidad suscita preguntas. Las religiones son causa de divisiones y de guerras; la espiritualidad, de aproximación y respeto.
En la religión se cree; en la espiritualidad se vive. La religión nutre el ego, pues una se cree mejor que la otra; la espiritualidad trasciende el ego y valora todas las religiones que promueven la vida y el bien. La religión provoca devoción, la espiritualidad meditación. La religión promete la vida eterna, la espiritualidad la anticipa.
La espiritualidad es la experiencia de lo absoluto que es todo, el universo entero, los otros y nosotros. Está hecha desde lo absoluto de nuestro ser; tan absoluto que nada queda por fuera, que no hay ni afuera ni adentro, ni interior ni exterior, ni sujeto ni objeto, ni necesidad ni deseo, y por tanto nada puede ser construido, fabricado. Todo lo que es construido de algún modo ya existía antes. Ya existían los elementos con los que podíamos construirlo. No es nada nuevo y, desde luego, no es último.
La espiritualidad como experiencia religiosa no es de este orden: es creación pura. Es lo que ocurre cuando, superados todos nuestros mundos construidos, en el silencio puro y total de todo irrumpe la experiencia de lo absoluto, que es el todo desde lo absoluto que somos nosotros. Esto es la espiritualidad, la experiencia religiosa genuinamente tal: creación pura y gratuita, algo verdaderamente nuevo, liberada del espacio y del tiempo, a la vez que plenamente inmersa en ellos; liberada por tanto del futuro, de toda necesidad y deseo, gratuidad pura, plena y total, aquí y ahora.
Es de tal manera creación que no puede existir previamente en una concepción, en una teoría o en un diseño. Por ello, las enseñanzas de los maestros, de la buena teología, nunca son teorías que se puedan aplicar. Cuanto mucho son invitación a hacer la experiencia y orientación durante un cierto trecho; nada más. Al contrario de la religión, la espiritualidad no es algo que se pueda aplicar. De ahí que como creación suponga un trabajo arduo, continuo e incesante sobre uno mismo. Un trabajo no de ratos, de fines de semana, o de cuando se participa en un taller, sino de todo el día, de veinticuatro horas. Y no porque el trabajo produzca la creación, sino porque la prepara, o mejor aún, nos prepara a estar disponibles y recibirla cuando la experiencia llegue.
Y el trabajo es el del silenciamiento total. Porque sólo dentro de él se da la creación. Silenciamiento que es acallamiento de todas nuestras necesidades, apegos y deseos. De ahí la importancia de la meditación y demás métodos de silenciamiento. Un trabajo, pues, de desapego y de desinterés total.
La espiritualidad no tiene finalidad alguna. La que se busque por algún fin, terapéutico, moral e incluso religioso, de salvación, no es auténtica. Ni es espiritualidad, ni con ella se alcanza el fin que se pretende. La espiritualidad es fin en sí misma. No es un deber, una obligación; es un ser: el que somos.
En realidad, aunque se hable de ella como de camino interior, la espiritualidad no es camino, porque no hay un lugar adonde ir, como tampoco de donde salir. «Yo te buscaba fuera de mí y estabas dentro mío», decía admirado de sí mismo San Agustín. La espiritualidad, más que un caminar es un encontrarse; más que una revelación es un desvelamiento, «la caída de nuestros propios velos, para que viendo lo que verdaderamente somos podamos ver los que realmente es», decía Raimundo Panikkar.
Liberada del futuro, está también liberada de sus proyectos. No depende del tiempo aunque se da en el tiempo. Es una experiencia a darse aquí y ahora. En el fondo, es una realidad humana, no especial ni especializada, laical, no religiosa. Nada sobrenatural, sagrada o divina, porque no son los referentes religiosos los que la hacen última, plena y total, sino la calidad humana.
La espiritualidad no trabaja con credos ni con dogmas; ni tampoco es un conocimiento vehiculador de verdades absolutas, ya que consiste en la experiencia última a la que invita, incita y orienta. Y no es monopolio de religiones, sino patrimonio de todos los seres humanos, porque son humanos, capaces de espiritualidad.
mariló lópez garrido
www.marilolopezgarrido.com
Enviado por Paco desde Madrid.
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**Visita: http://salasdevideoconferenciasolgaydaniel.blogspot.com.ar/
Espiritualidad y religión se complementan pero no se confunden. La primera existe desde que el ser humano irrumpió en la naturaleza, hace más de 200 mil años. Las religiones en cambio son recientes, no traspasan los 8 mil años de existencia. La religión, en cambio, es la institucionalización de la espiritualidad, así como la familia lo es del amor. Hay relaciones amorosas sin constituir familia; del mismo modo, hay quien cultiva su espiritualidad sin identificarse con ninguna religión. Hay incluso espiritualidad institucionalizada sin ser religión, como el caso del budismo, que es una filosofía de la vida.
Las religiones, en principio, debieran ser expresiones de espiritualidad, pero a menudo no es así. En general, la religión se presenta como un catálogo de reglas, creencias y prohibiciones, en tanto que la espiritualidad es libre y creativa. En la religión predomina la voz exterior, la de la autoridad religiosa; en la espiritualidad predomina la voz interior, el ‘toque’ divino.
La religión es una institución, la espiritualidad una vivencia. En la religión hay lucha de poder, jerarquía, excomuniones y acusaciones de herejía. En la espiritualidad predominan la disposición del servicio, la tolerancia con la creencia (o increencia) ajena, la sabiduría de no transformar al diferente en divergente. La religión culpabiliza; la espiritualidad induce a aprender del error. La religión amenaza, la espiritualidad estimula. La religión refuerza el miedo, la espiritualidad la confianza. La religión ofrece respuestas; la espiritualidad suscita preguntas. Las religiones son causa de divisiones y de guerras; la espiritualidad, de aproximación y respeto.
En la religión se cree; en la espiritualidad se vive. La religión nutre el ego, pues una se cree mejor que la otra; la espiritualidad trasciende el ego y valora todas las religiones que promueven la vida y el bien. La religión provoca devoción, la espiritualidad meditación. La religión promete la vida eterna, la espiritualidad la anticipa.
La espiritualidad es la experiencia de lo absoluto que es todo, el universo entero, los otros y nosotros. Está hecha desde lo absoluto de nuestro ser; tan absoluto que nada queda por fuera, que no hay ni afuera ni adentro, ni interior ni exterior, ni sujeto ni objeto, ni necesidad ni deseo, y por tanto nada puede ser construido, fabricado. Todo lo que es construido de algún modo ya existía antes. Ya existían los elementos con los que podíamos construirlo. No es nada nuevo y, desde luego, no es último.
La espiritualidad como experiencia religiosa no es de este orden: es creación pura. Es lo que ocurre cuando, superados todos nuestros mundos construidos, en el silencio puro y total de todo irrumpe la experiencia de lo absoluto, que es el todo desde lo absoluto que somos nosotros. Esto es la espiritualidad, la experiencia religiosa genuinamente tal: creación pura y gratuita, algo verdaderamente nuevo, liberada del espacio y del tiempo, a la vez que plenamente inmersa en ellos; liberada por tanto del futuro, de toda necesidad y deseo, gratuidad pura, plena y total, aquí y ahora.
Es de tal manera creación que no puede existir previamente en una concepción, en una teoría o en un diseño. Por ello, las enseñanzas de los maestros, de la buena teología, nunca son teorías que se puedan aplicar. Cuanto mucho son invitación a hacer la experiencia y orientación durante un cierto trecho; nada más. Al contrario de la religión, la espiritualidad no es algo que se pueda aplicar. De ahí que como creación suponga un trabajo arduo, continuo e incesante sobre uno mismo. Un trabajo no de ratos, de fines de semana, o de cuando se participa en un taller, sino de todo el día, de veinticuatro horas. Y no porque el trabajo produzca la creación, sino porque la prepara, o mejor aún, nos prepara a estar disponibles y recibirla cuando la experiencia llegue.
Y el trabajo es el del silenciamiento total. Porque sólo dentro de él se da la creación. Silenciamiento que es acallamiento de todas nuestras necesidades, apegos y deseos. De ahí la importancia de la meditación y demás métodos de silenciamiento. Un trabajo, pues, de desapego y de desinterés total.
La espiritualidad no tiene finalidad alguna. La que se busque por algún fin, terapéutico, moral e incluso religioso, de salvación, no es auténtica. Ni es espiritualidad, ni con ella se alcanza el fin que se pretende. La espiritualidad es fin en sí misma. No es un deber, una obligación; es un ser: el que somos.
En realidad, aunque se hable de ella como de camino interior, la espiritualidad no es camino, porque no hay un lugar adonde ir, como tampoco de donde salir. «Yo te buscaba fuera de mí y estabas dentro mío», decía admirado de sí mismo San Agustín. La espiritualidad, más que un caminar es un encontrarse; más que una revelación es un desvelamiento, «la caída de nuestros propios velos, para que viendo lo que verdaderamente somos podamos ver los que realmente es», decía Raimundo Panikkar.
Liberada del futuro, está también liberada de sus proyectos. No depende del tiempo aunque se da en el tiempo. Es una experiencia a darse aquí y ahora. En el fondo, es una realidad humana, no especial ni especializada, laical, no religiosa. Nada sobrenatural, sagrada o divina, porque no son los referentes religiosos los que la hacen última, plena y total, sino la calidad humana.
La espiritualidad no trabaja con credos ni con dogmas; ni tampoco es un conocimiento vehiculador de verdades absolutas, ya que consiste en la experiencia última a la que invita, incita y orienta. Y no es monopolio de religiones, sino patrimonio de todos los seres humanos, porque son humanos, capaces de espiritualidad.
mariló lópez garrido
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